martes, 6 de febrero de 2018

Invierno en Nueva York


La ciudad. La primera sensación que se tiene al llegar a Nueva York es el enorme espacio que ocupa el aeropuerto y la luz naranja del ocaso invernal, que le da un aspecto cinematográfico, con un color que hemos visto cientos de veces en el cine y que aquí descubres que no es un artificio fotográfico, sino que es real. Sucede como cuando se está llegando al desierto del Sahara y de repente aparece una gran masa naranja y uno se da cuenta que no se trata de la luz, sino que éste es el color natural de la arena.
                Esa visión cinematográfica ya no te abandonará en todo el tiempo que estés allí. Es una sensación como de estar dentro de una película en la que no hay guión, ni argumento, ni celebridades, sólo tú y la ciudad al fondo. Como si un niño hiciera un viaje y de repente se encontrara en “El País de Nunca Jamás”. Por eso, es muy difícil escapar de la fascinación nerviosa que se siente al poner el pie en suelo neoyorquino según sales del avión y empiezas a ver policías de película, coches de película, autopistas de película, edificios de película... todo igual que en el cine, pero con la gran diferencia que eres tú el que está dentro de la pantalla. Una realidad ilusoria a la que cuesta sobreponerse un rato largo y que sólo se consigue tras palparse varias veces y tomar conciencia de que tu cuerpo está allí contigo y que no hay ni película, ni escenario, ni cámaras, y que el policía que está frente a ti, interrogándote sobre los motivos de tu estancia, es real, y que los negros tocados de gorra que están a la caza de tus maletas también son de carne y hueso.
                Desde el taxi veo la ciudad y hay tres cosas que me llaman la atención: la primera, los coches son enormes; la segunda, que lo que veo no difiere en nada de cualquier ciudad europea -atravesamos Queens por un enjambre de autopistas y edificios vulgares que se pierden en la lejanía-; la tercera es un impacto visual que se produce al ver Manhattan desde lejos como una imagen fantástica de grandes edificios agolpados, dibujados en la noche por miles de luces que salen de las ventanas iluminadas. Después, al entrar en la Gran Manzana, subir por la Segunda Avenida, cruzar Central Park y encontrarte metido de lleno en ese gran bosque de colosos de acero y hormigón, te das cuenta de que el mito existe y a partir de ese momento pasas a formar parte de él.

               
Es Nueva York una ciudad que no deja de sorprenderte, aunque decir Nueva York es tratar de abarcar demasiado para lo que va a ser el terreno de acción de un turista. Quizás habría que ser más concreto y hablar de Manhattan, un espacio más humanamente asequible, a pesar de la grandiosidad  de sus edificios y sus espacios abiertos, algo que no deja de sorprender, porque en contra de lo que se pueda pensar, nunca se siente uno agobiado por estar rodeado de gigantes; es como si estuvieran allí para protegerte de un territorio bastísimo, en donde la naturaleza se hace enorme, inalcanzable por su amplitud, su claridad y su climatología. Entre calles y avenidas trazadas en una cuadrícula perfecta, uno se siente a salvo, porque sabe que esos grandes guardianes que te obligan a levantar la cabeza hasta que la nuca toca con la espalda, no te van a fallar, y ves como la luz del sol resbala por las fachadas hacia abajo e ilumina la vida, la inmensa vida que discurre por sus calles, con una vitalidad que de día y de noche te baña el alma y de la que ya no puedes escapar. Esa es la gran magia de esta ciudad: la vida que sus gentes derraman por todos los rincones, ya sea en las avenidas que la cruzan de arriba a abajo, en las calles que la atraviesan del Río Hudson al East River, en las tiendas colmadas de gente, en los establecimientos de comida, abiertos a todas horas, en la rapidez y la racionalidad con que circula el Metro. Todo un universo de gentes que van y vienen en un caos organizado en donde la apariencia de la indiferencia se rompe cuando te das cuenta de que todo el mundo se fija en todo el mundo y nadie pasa desapercibido, pero en donde también nadie se asombra de lo que ve y se respira un enorme respeto por las personas que te rodean.
                Al sumergirte en el río humano te das cuenta de que existe un equilibrio entre urbanismo, gentes y arquitectura,  solo capaz de romperlo hechos tan luctuosos como los del 11-S y entonces se comprende por qué aquel acontecimiento supuso un drama social de consecuencias todavía no superadas, a raíz del cual los neoyorquinos vieron como esa armonía urbana se rompía, y se generaba miedo, tranquilizado, de alguna manera, con un ingente número de policías, de todo tipo, desparramados por las calles de la ciudad.

Nieve. Invierno en Nueva York. Nieve, nieve, nieve, la nieve cae intensamente durante días sin parar y toda la ciudad se transfigura -al principio resulta hermoso ver Central Park cubierto de un manto blanco-. Las calles cambian su fisonomía, ahora son rectas pintadas de blanco, holladas por las rodaduras de los coches que van y vienen imperturbables al fenómeno meteorológico. Cuando se mira desde la distancia da la sensación de estar dentro de una bola de cristal de esas que cuando las agitas la nieve revolotea entre los rascacielos hasta posarse en el fondo, lo único que aquí la bola es agitada
sin solución de continuidad. Pero la belleza del contraste que se produce entre los edificios posados sobre el manto blanco se acaba volviendo incómoda y un simple paseo por la 5ª Avenida o por Times Square se hace espinoso. Mientras, el viento hace que la nieve te golpee en la cara y el frío es intensísimo. Solo Central Park, un inmenso pulmón con medio millón de árboles, parece estar en sintonía con la nieve. La naturaleza recibe bien a la naturaleza.
                Sin embargo la ciudad sigue, no pierde su ritmo, y el ir y venir de gentes y coches no cesa, cada uno en sus asuntos, como si la nevada no fuera con ellos, acostumbrados a inviernos que a los europeos del sur nos pueden resultar exóticos, por la dureza de la climatología.
                Después cesará de nevar, saldrá el sol y una luz intensa se apoderará de todo cuanto habita la urbe. Otra vez la luz, algo que Nueva York tiene con generosidad para solaz de sus habitantes y regalo a sus visitantes.

Calles. Pasear por Nueva York es una experiencia que hay que vivir al menos una vez en la vida. Es
entrar en un mundo plagado de contrastes, que nuestros sentidos tardan en asimilar un tiempo, quizá cuando ya de vuelta a casa empiezas a ordenar sensaciones e imágenes. Desde el lujo, casi insultante de la 5ª Avenida rebosante de tiendas, hoteles y edificios de oficinas imposibles para la mayoría de los mortales, a la belleza escéptica y pobre de Harlem. Nada que ver tiene la calle 42, con su trasiego humano en torno a la Grand Central Terminal, estación que irradia viajeros a todos los puntos de la ciudad, con la tranquilidad del Greenwich Village, lugar de intelectualidades y bohemios trasnochados. El bullicio de Times Square, envuelto entre grandes carteles luminosos trepando por los edificios y salas de teatro abigarradas en la que quizá sea la mayor concentración de espectáculos teatrales del mundo, contrasta con la placidez de Central Park, inmenso territorio de naturaleza forjada por el hombre, para solaz reconciliación consigo mismo de los neoyorquinos, flanqueado por dos barrios residenciales a derecha e izquierda:  Upper West Side y Upper East Side, en los que el silencio urbano es norma. Wall Street y el cogollo de calles abigarradas y estrechas que conforman el centro financiero de la ciudad y probablemente del mundo, queda apaciguado, en poco metros, con el espacio abierto del Puente de Brooklyn sobre el East River y el South Street Seaport, espacio en reconversión que alberga una de las zonas comerciales y de ocio, con el Piere 17 a la cabeza, de más en boga en la ciudad. En pocos metros también podemos pasar del bullicio frenético de compras en Chinatown, a la calma de Little Italy, un lugar reducido en donde los restaurantes de cocina italiana son una atracción exquisita. Se puede pasar, con solo ir de babor a estribor en el ferry, de ver la Estatua de la Libertad en medio de la confluencia de los dos ríos que rodean la Gran Manzana como un estandarte solitario, a la visión de rascacielos agolpados que invaden el Lower Manhattan. Y así sin descanso, en una orgía de sensaciones agotadora de nuestra capacidad de asimilación, pero estimulante para el espíritu.

Neoyorquinos. Una marea humana invade a diario las calles de Nueva York. Como Machado, van de su corazón a sus asuntos. Un tráfico paralelo de gentes de distinto pelaje  se detiene en los semáforos a la espera del “walk”, cruza y atraviesa la ciudad entre los vapores de taxis, los hay a miles, y coches particulares. Van y vienen tejiendo una tupida malla de seres que dan vida a ésta ciudad, porque lo que realmente es la savia que corre por sus arterias son sus gentes: blancos muy blancos, negros enormes, chinos con el ábaco metido en la cabeza, hispanos en permanente crecimiento, europeos finolis, asiáticos que buscan un lugar en un mundo que les resulta extraño, judíos, cristianos, musulmanes, budistas..., todos caben y nadie desentona, todos respiran el mismo aire y todos contribuyen a mantener la ciudad viva, pero cada uno  reserva el espíritu de su cultura como una salvaguarda para conservar su identidad personal, en un lugar que tiene como
identidad común la de todos. Es una mezcla de aromas que tiene como resultado el sabor del tutifruti o la macedonia, aunque al final cada uno se refugie con los suyo. Así nos encontramos con el barrio de los judíos, el de los negros, los hispanos, los chinos… etc. Quizá porque la ciudad todavía conserva recuerdo de sus orígenes como gran urbe, cuando llegaban inmigrantes de todos los lugares del mundo y fueron distribuyéndolos por zonas. Ahí está todavía la Isla de Ellis, convertida en museo de un pasado cercano que hizo posible la Nueva York que hoy conocemos: multirracial, multicultural y multilingüística. Debates de rabiosa actualidad en Europa como la sociedad multicultural  les debe sonar a discusión de viejos ociosos. Por eso en Nueva York no es difícil entenderse en tu idioma, se puede comer a cualquier hora y cualquier cosa, se puede asistir a cualquier evento cultural de cualquier lugar del planeta o a una síntesis de todos, y el turista tiene la sensación de que la ciudad se construye asimisma día a día para satisfacer las necesidades de sus ciudadanos, tengan el origen que tengan.

El gran contraste. Son muchos los contrastes que ofrece Nueva York, pero el más impresionante, por el que solamente por él merece la pena ir, es el efecto que produce estar en la calle, bajo esos enormes rascacielos que te hacen sentir realmente pequeño y en poco tiempo estar encima de la gran ciudad. La visión que se ofrece a la vista desde el mirador del Empire State Building es sobrecogedora, sobre todo si se produce al final de la tarde, cuando todas las luces de la ciudad ya se han encendido. El impacto para los sentidos es excitante, al ver como los edificios que un rato antes te empequeñecían, ahora está a tus pies. Un paisaje de luces y colores que abarca todo el horizonte y te hace sentir, desde la impresionante atalaya del piso 86, el rey del mundo, queriendo gritarlo a los cuatro vientos, emulando a Di Caprio en Titanic.
 
Probablemente una estancia más prolongada en Nueva York nos revelaría poco a poco el lado oscuro de la ciudad, siempre hay un reverso de la medalla que descubrir, pero esa no es tarea del turista, que en definitiva va a ver y recibir impresiones del lugar visitado, cuanto más gratas mejor, y esta ciudad las ofrece por doquier, a plena satisfacción. Que éstas cubran las expectativas depende de cada uno. Pero lo cierto es que esta ciudad no deja indiferente a nadie y para siempre abandonará la pantalla de cine para ocupar un lugar en el corazón de todo aquel que la visite.

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