Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 25 de noviembre de 2016
Hace cuarenta y un años el país
pasó el mes de noviembre en vilo. La televisión, única e indivisible por la
gracias de Dios, entonces acababa a las doce de la noche, con el himno nacional
y la bandera con el águila imperial de fondo. Pero antes del fin de emisión
llegaba el parte del equipo médico habitual, desde donde se nos informaba que
el inmortal Francisco Franco había tenido una ligera mejoría o permanencia
estable en su estado de salud precario, aunque esto nos era ocultado con la
verborrea de la propaganda típica de las regímenes totalitarios. Hasta que el
laconismo, dadas las circunstancias, se impuso y el último parte, fechado el 20
de noviembre a las 5,30 de la madrugada, con Franco ya muerto, fue toda una
relación de alteraciones fisiológicas, sin mención a la muerte del enfermo, cuando
el teletipo anunciándola ya había
llegado a la redacción de Europa Press a las 4,58 horas.
Las radios,
todavía sujetas al “Parte” informativo, que no era otra cosa que la obligación
de dejar en manos de la propaganda oficial las noticias que se transmitían,
tenían más margen de maniobra, eso sí, fuera de las horas reservadas para la conexión
con Radio Nacional, y de vez en cuando, se les escapaba algún indicio de que el
“Generalísimo” se encontraba peor de lo que nos decía la propaganda controlada
por los próceres del ministerio de Información y Turismo. Qué cosas tan raras
se hacían entonces, meter la información y el turismo bajo la misma cartera
ministerial, aunque quizá se hiciese para lavar la imagen de la dictadura ante
los turistas.
En honor a la
verdad, así pillados en caliente, a la mayoría de los españoles la muerte de
Franco les dejó en estado catatónico: estupor, rigidez y excitación.
Estupor, por la pérdida de quien durante
cuarenta años había dirigido sus vidas, con el síndrome de Estocolmo que gran
parte de la población tenía, que produjo una especie de rigidez mental que
impedía ver el futuro más allá del miedo que durante tantos años se había
inoculado a la población, de que sin Franco España se despeñaría por un abismo;
y excitación, porque en el fondo, la muerte de Franco, podría acabar con el
aburrimiento de la sociedad española, y nos acercaríamos a la feliz y rica
Europa –ya no habría que ir a Perpignan a ver “El último tango en París”- y la
democracia, esa palabra tabú que pertenecía a quienes vivían más allá de los
Pirineos, empezaba a encenderse en al fondo de los corazones de millones de
Españoles.
Aunque esto de
la democracia fue después. Primero hubo que enterrar al Generalísimo con
honores de caudillo, qué cabía esperar de un hombre que se portó como tal
durante todo el tiempo de su reinado sin corona, con colas interminables para
verle córpore in sepulto, que no dejaban de levantar admiración allende
nuestras fronteras -al menos eso es lo que nos contaba la propaganda mediática
del régimen- bien guardadas a las
influencias judeomasónicas, anticristianas, que nos amenazaban desde el
exterior. Recuerdo el llanto de mucha gente, no se sabe si impostado o sincero;
el frío que caía sobre Madrid en
aquellos días que estaban llamados a cambiar el futuro del país; sobre todo el
frío empático que nos hacían pasar esos gallardos jóvenes falangistas, a pecho
descubierto, haciendo guardia para que su querido régimen fascista no se
escurriera por las alcantarillas de la historia, como había pasado en Europa
cuarenta años antes.
Pero como la
vida tiene un bies de sardónico, después de tanto esperar la muerte de Franco;
de pensarla como un momento glorioso en la imparable marcha de los trabajadores
hasta la victoria final, el que esto escribe, se enteró del óbito del dictador
por la portada del diario AS; que poco glamour para tan importante
acontecimiento. Eso sí, me enteré por el medio más leído entre la clase obrera,
que ese día no puso la chica en bikini de la penúltima página. En algo no me
equivocaba: la prensa de los trabajadores se haría eco de la muerte del dictador
a toda portada.
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