domingo, 27 de noviembre de 2016

Y Franco se murió

                                                                                                Foto: Autor desconocido
Publicado en Levante de Castellón el 25 de noviembre de 2016
Hace cuarenta y un años el país pasó el mes de noviembre en vilo. La televisión, única e indivisible por la gracias de Dios, entonces acababa a las doce de la noche, con el himno nacional y la bandera con el águila imperial de fondo. Pero antes del fin de emisión llegaba el parte del equipo médico habitual, desde donde se nos informaba que el inmortal Francisco Franco había tenido una ligera mejoría o permanencia estable en su estado de salud precario, aunque esto nos era ocultado con la verborrea de la propaganda típica de las regímenes totalitarios. Hasta que el laconismo, dadas las circunstancias, se impuso y el último parte, fechado el 20 de noviembre a las 5,30 de la madrugada, con Franco ya muerto, fue toda una relación de alteraciones fisiológicas, sin mención a la muerte del enfermo, cuando el teletipo anunciándola  ya había llegado a la redacción de Europa Press a las 4,58  horas.
Las radios, todavía sujetas al “Parte” informativo, que no era otra cosa que la obligación de dejar en manos de la propaganda oficial las noticias que se transmitían, tenían más margen de maniobra, eso sí,  fuera de las horas reservadas para la conexión con Radio Nacional, y de vez en cuando, se les escapaba algún indicio de que el “Generalísimo” se encontraba peor de lo que nos decía la propaganda controlada por los próceres del ministerio de Información y Turismo. Qué cosas tan raras se hacían entonces, meter la información y el turismo bajo la misma cartera ministerial, aunque quizá se hiciese para lavar la imagen de la dictadura ante los turistas.
En honor a la verdad, así pillados en caliente, a la mayoría de los españoles la muerte de Franco les dejó en estado catatónico: estupor, rigidez y excitación. Estupor,  por la pérdida de quien durante cuarenta años había dirigido sus vidas, con el síndrome de Estocolmo que gran parte de la población tenía, que produjo una especie de rigidez mental que impedía ver el futuro más allá del miedo que durante tantos años se había inoculado a la población, de que sin Franco España se despeñaría por un abismo; y excitación, porque en el fondo, la muerte de Franco, podría acabar con el aburrimiento de la sociedad española, y nos acercaríamos a la feliz y rica Europa –ya no habría que ir a Perpignan a ver “El último tango en París”- y la democracia, esa palabra tabú que pertenecía a quienes vivían más allá de los Pirineos, empezaba a encenderse en al fondo de los corazones de millones de Españoles.
Aunque esto de la democracia fue después. Primero hubo que enterrar al Generalísimo con honores de caudillo, qué cabía esperar de un hombre que se portó como tal durante todo el tiempo de su reinado sin corona, con colas interminables para verle córpore in sepulto, que no dejaban de levantar admiración allende nuestras fronteras -al menos eso es lo que nos contaba la propaganda mediática del régimen-  bien guardadas a las influencias judeomasónicas, anticristianas, que nos amenazaban desde el exterior. Recuerdo el llanto de mucha gente, no se sabe si impostado o sincero;  el frío que caía sobre Madrid en aquellos días que estaban llamados a cambiar el futuro del país; sobre todo el frío empático que nos hacían pasar esos gallardos jóvenes falangistas, a pecho descubierto, haciendo guardia para que su querido régimen fascista no se escurriera por las alcantarillas de la historia, como había pasado en Europa cuarenta años antes.

Pero como la vida tiene un bies de sardónico, después de tanto esperar la muerte de Franco; de pensarla como un momento glorioso en la imparable marcha de los trabajadores hasta la victoria final, el que esto escribe, se enteró del óbito del dictador por la portada del diario AS; que poco glamour para tan importante acontecimiento. Eso sí, me enteré por el medio más leído entre la clase obrera, que ese día no puso la chica en bikini de la penúltima página. En algo no me equivocaba: la prensa de los trabajadores se haría eco de la muerte del dictador a toda portada.    

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