jueves, 16 de junio de 2016

Violencia de género. Un mal alimentado por la Iglesia

                                                           Imagen: Autor desconocido
El ruido de fondo, cada vez más intenso, por la proximidad de las nuevas elecciones está silenciando una multitud de problemas que siguen latentes en la sociedad. Problemas que son de ida y vuelta, según el espacio libre que tengan los medios de comunicación para interesarse por ellos, sin que los poderes del Estado pongan un remedio que pueda dar con su solución.
                Me voy a referir concretamente a la violencia de género. Ese goteo incesante de muertes semanales, de agresiones físicas y psíquicas, de discriminación laboral y desigualdad, que las mujeres tienen que sufrir, por el que nos rasgamos las vestiduras, sobre todo cuando la violencia es tan extrema que tiene como resultado la muerte. Si nos damos cuenta, en los medios de comunicación, últimamente sólo se habla de la violencia de género cuando se produce un asesinato, durante unos segundos, con una planilla fija: información escueta del suceso, entrevista a algún vecino o vecina de la víctima, imágenes de la manifestación en la puerta del ayuntamiento de turno y el número de teléfono sobre expuesto para denunciar la violencia de género, que no deja huella en la factura. Parece que cumplido el ritual informativo, descargamos la mala conciencia de lo transigentes que somos con el problema y ya podemos pasar a otra noticia, hasta que vuelva a saltar en las parrillas informativas la muerte de otra mujer.
                 Pero no son los medios de comunicación los únicos responsables de esta violencia que nunca llega a avergonzarnos lo suficiente, como para decir basta ya y exigir medidas contundentes contra el maltrato, el machismo y la desigualdad de género, que todo suma en esta espiral violenta contra las mujeres. Hacen falta políticas y recursos económicos. De nada sirven las buenas intenciones, las palabras graves, los discursos acerados y los golpes de pecho, si las instituciones, con el gobierno a la cabeza no ponen encima de la mesa las dotaciones económicas necesarias para  ello.
                Pero no sólo se necesita dinero, hay algo más, una pez pegada en lo más profundo de  nuestro acervo cultural, algo que viene acumulándose en nuestra sociedad desde hace miles de años y ha sido transmitido de padres a hijos, de madres a hijas, de generación en generación, en la escuela, en los libros, en la iconografía, en los refranes…, como algo consustancial a la naturaleza de las cosas. Existe el convencimiento en cada uno de nosotros, porque así nos lo han transmitido, de que la mujer es un ser inferior al hombre, y por tanto, aunque ahora se vea con horror la violencia de género por parte de la mayoría de la sociedad, consentimos la desigualdad y la discriminación casi sin darnos cuenta. Hacemos leyes en favor de la igualdad entre hombres y mujeres, para quebrantarlas con la misma facilidad con que denunciamos la injusticia. A fin de cuentas, más allá de lo políticamente correcto, a la mujer se la sigue considerando el sostén del guerrero y la parra fecunda, en palabras de Rouco Varela, que tiene que asegurar la continuidad de la familia. La violencia de género no es más que una cuestión de intensidad en al desigualad que provoca discriminación y dominio de un sexo sobre otro.          
                No nos escandalizan las palabras de arzobispo de Valencia Antonio Cañizares cuando llama a los católicos a desobedecer las leyes contra la violencia de género. Ni su cruzada contra las mujeres que no aceptan ser fieles esposas, sometidas al imperio del marido y la Iglesia. Nadie en la Curia Romana ha desautorizado las palabras de Cañizares, quizá porque comparten el fondo de las mismas, por eso es la Iglesia Católica la institución que más y mejor discrimina a las mujeres: no se las considera el derecho a disponer de su vida y su cuerpo; no son aptas para el sacerdocio; las monjas siguen siendo sirvientas, no solo de Dios, sino también de sus representantes en la Tierra (damos por sentado que ellas no representan a nadie de la divinidad). Sería interminable el listado de discriminación de la mujer en la Iglesia. Una actitud que se transmite a la sociedad, a través de pequeños comportamientos, lo que se llama hoy micromachismos y la intransigente defensa de la educación religiosa en valores caducos y machistas, que es el mayor medio de transmisión de la moral católica que existe en la actualidad, una vez que las misas se vacían y los púlpitos pierden el papel que antaño tenían.
                Históricamente la Iglesia ha mantenido una actitud hostil hacia la mujer. Desde el principio de los tiempos con el papel que le asigna la Biblia como portadora del pecado, que al tentar al hombre, le trae la desgracia de ser expulsado del Paraíso. Una misoginia que se manifiesta a lo largo de la Edad Media, llegando, incluso, a discutir si la mujer tenía alma o era un ser inferior: “Una hembra es deficiente y originada sin intención”, decía Santo Tomás.
                El capuchino Jaime de Corella, escribe: “Aviendo causa legítima, lícito es al marido castigar, y aun poner manos en su mujer moderadamente a fin de que se enmiende…” ¿Qué diferencia hay entre estas palabras escritas en el siglo XVII y le libro “Cásate y se sumisa” de Constanza Miriano, publicado por el arzobispado de Granada en 2013? ¿Esa actitud de sumisión que la Iglesia otorga a las mujeres, no es una incitación a no violentar al hombre y sus normas? ¿No hay violencia de género encubierta cuando un cura aconseja a una mujer maltratada aguantar esa penitencia por el bien de su familia? ¿No tiene relación el papel secundario que tienen las mujeres en la Iglesia, con la discriminación que la sociedad ejerce sobre ellas, que acaba derivando en una gran desigualdad en todos los ámbitos de la vida?
                Al ínclito obispo de Alcalá de Henares, Reig Pla, le asusta el feminismo: “El feminismo ideológico es un paso en el proceso de deconstrucción de la persona”, dijo en 2014 y le preocupa que gane terreno en la opinión pública y la cultura. Pensará que es un atentado contra la misoginia de la que hace gala la Iglesia y contra un modelo de dominación social que se fundamenta en la familia católica, en donde la mujer ocupa un lugar de transmisora de valores que poco tienen que ver con la libertad y los derechos individuales.
                Con estos mimbres y las resistencias a cambiarlos, no nos ha de extrañar que la violencia de género siga siendo un problema de difícil solución, más allá de las leyes de igualdad, que parecen mariposas revoloteando en torno a un avispero.

                

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