domingo, 17 de agosto de 2014

EL RUMOR DEL VERANO. Sentimientos de felicidad

                                                                                       Foto: Del blog Trotamontes.org
Publicado en Levante de Castellón el 15 de Agosto de 2014
Escrito por González de la Cuesta
Todos los veranos de nuestra vida se acaban condensando en un puñado de recuerdos que evocan momentos felices que hemos vivido sin ser conscientes, en ese instante, de que siempre nos acompañarán, como ese perro fiel que va perenemente a nuestro lado sin cuestionarse por qué. A veces, hemos sentido en verano la emoción de un paisaje en la cima de una montaña después de un gran esfuerzo, respirando el aire puro que penetra en nuestros pulmones inundando nuestro ser de una sensación de plenitud extrema, que es capaz de hacernos abarcar toda la belleza natural que se extiende y bulle bajo nuestros pies. Vicente Aleixandre descubrió ese hechizo en la Sierra de Guadarrama y dejó escrito, para la posteridad, en el gris granito del maravilloso mirador que lleva su nombre, desde el que se puede abarcar con la vista la plenitud de la cara sur de la Sierra, el siguiente poema: Sobre esta cima solitaria os miro/campos que nunca volveréis por mis ojos./Piedra del Sol inmensa, eterno mundo/y el ruiseñor tan débil que el borde lo hechiza.
                Hay veranos que pasan diletantes a la orilla del mar, con el ritmo salino que marcan las olas en las largas tarde de estío, cuando el Sol derrama tonos dorados en el aire, y el mar se torna de un verde azulón que nos anuncia la noche. Son días de emociones latentes, de una sensualidad que se palpa en cada uno de los poros de nuestros cuerpos dilatados por el calor. Es la nada la que habita nuestra alma adormecida por ese rumor que viene desde la lejanía inmensa de ese espacio imposible de abarcar con la mirada, que es el mar. El mar como símbolo de libertad, que en verano nos tiende la mano, para sumergirnos en esa sensación placentera, tan mediterránea, de suspender el tiempo sin más ambición que sentir el vaivén de sus mareas. Julio Llamazares, en su novela “Las lágrimas de San Lorenzo” dice por boca de su protagonista, Pedro: Pero ahora sentía la libertad, la palpaba. Sentía su olor a sal y a humedad oscura y honda que el mar que me rodeaba traía con cada ola y que la brisa que lo agitaba me restregaba contra la piel. Igual que Rafael Alberti se deja seducir por el encanto del mar y sueña con ser marinero en tardes del Sol y noches de Luna: “Sueño en ser almirante de navío,/para partir el lomo de los mares,/al sol ardiente y a la Luna fría”.
                Los besos son más dulces en verano porque tienen la urgencia del tiempo; el deseo forjado por las noches cortas y los días que pasan como horas cuando se está en los brazos de la persona amada. Son besos húmedos, estacionales, de amores que tienen la brevedad del verano, sobre todo cuando la juventud corre por nuestras venas y cualquier urgencia para estar entre los brazos de nuestro amor es poca. Como ese beso de pasión estival que con la ciudad eterna como fondo se dan Audrey Hepburn y Gregory Peck en la película “Vacaciones en Roma”, con el deseo de amarse a flor de piel. Pero también hay besos menos urgentes. Besos macerados por amores de madurez, más contenidos y menos impulsivos, como aquel que se dieron Humphrey Bogart y  Katharine Hepburn en “La Reina de África”, que hizo estallar su amor contenido por el puritanismo de la época, durante el verano pantanoso de su huida por el río Ulanga de las tropas alemanas, en la Gran Guerra. Hay otros besos que en verano ser pierden en la noche, a la luz de las Lágrimas de San Lorenzo; besos que no se han dado, que han pasado por delante de nuestros labios, tan fugaces, que han sido más una ilusión, un deseo pedido a las Perseidas, que un encuentro de amor en la plenitud del firmamento iluminado de estrellas. La vi y ya no pude olvidarla,/tras sus ojos negros, brillantes,/calma nocturna de estrellas,/sonaba Corcovado para los amantes/y yo quise ser el pensamiento de ella”, escribió el falso poeta.
                Por qué en verano nos enamoramos hasta la pérdida de la razón, es un enigma. Transitamos por el filo hiriente del amor, con una intensidad tan grande que aquello que podría llegar a ser placentero lo vivimos en una constante angustia de desamor. En la estación más lúdica y carnal del año tememos que el tiempo se nos escape por los desagües que deja abiertos la pasión por el otro. Pero huye entre tanto, huye irreparablemente el tiempo, escribió Virgilio en sus Geórgicas. El contacto físico, el aliento perfumado de la noche abrazados a quien entregaríamos todo nuestro ser; los besos de humedad salina que se hacen dulces en nuestros labios, se vuelven urgentes porque el tiempo del verano apremia, y luego… el otoño, con sus días que van declinando hacia el olvido aquello que fue libación amorosa de vida. Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan/para que no los puedas convertir en cristal, cantaba Silvio Rodríguez, intentando exorcizar el vacío que el verano puede dejar cuando llega el otoño y los duendes obran para que el amor encendido en las noches calurosas de Luna y estrellas sea sólo un recuerdo de desamor.

                Un verano que no deja recuerdos imborrables se diluirá entre los pliegues de nuestra memoria y nunca habrá existido, dejando un vacío que será imposible de rellenar con otros veranos. Un paisaje que colma nuestro espíritu de paz, una música que abre nuestros sentidos a la belleza, un cuadro que nos hipnotiza hasta el punto llevarlo siempre junto a nuestro corazón, un beso que cae en nuestros labios con el deseo de hacerlo eterno, una playa que nos convertirá en diletantes mecidos por el rumor de las olas, y un amor que juraremos para siempre con la urgencia del fin estival, son sentimientos imperecederos que nos dejarán una huella de felicidad que sólo puede proporcionarnos el verano. Nada podrá apartar de mi memoria/la luz de aquella misteriosa lámpara,/ni el resultado que en mis ojos tuvo/ni la impresión que me dejó en el alma. Del poeta chileno Nicanor Parra.  

domingo, 10 de agosto de 2014

EL RUMOR DEL VERANO. El goce del arte

                                            Imagen: "El árbol residente en la mente humana" de Úrculo
Publicado en Levante de Castellón el 8 de Agosto de 2014
Escrito por González de la Cuesta
El verano aprieta fuera, agostando las calles de piedra arcillosa, de rojizo rodeno y cal blanca envueltas en un halo casi mágico, como de pueblo emergido de un cuento de las Mil y una Noches, por algo su trazado en la parte antigua viene de los tiempos en los que la villa era musulmana, pertenecen al Emirato de Córdoba, ese que Abderramán III convirtió en Califato y en el reino más poderoso de occidente, donde el lujo competía con la ciencia, la poesía y la brutalidad del califa. Pero eso fue hace más de mil años, y hoy el calor aprieta afuera y Vilafamés se resguarda tras los gruesos muros de sus casas. Por las ventanas del Museo de Arte Contemporáneo entra el rumor de las cigarras, como embajadoras campestres de la canícula, pero también entra el sonido silencioso de la placidez rural, que se expande por cada rincón del museo, haciendo que el visitante se encuentre en un mundo onírico, muy lejos del que se está cociendo en el exterior.  
                Las salas se suceden vigiladas por cuadros y esculturas que viven el verano en el fresco que dan sus anchas paredes centenarias, haciendo del palacio que alberga a tanta sabiduría plástica, una buena excusa para abandonar la abulia de la playa y alimentar el espíritu mientras el cuerpo agradece un poco de descanso solar. Porque la materia, tan al uso en el arte contemporáneo, tiene espíritu, como dijo Antoni Tàpies, y de eso, de materia y espíritu está sobrado el Museo de Vilafamés. Un alma que se muestra distinta en cada estación del año, porque el ánima está expuesta a los humores climatológicos, y en verano se muestra abierta a la experiencia onírica, a la sensualidad que provoca la dilatación de los cuerpos y la expansión de la mente hacia lugares ignotos, que nos gustaría sentir.
                Pero el arte contemporáneo no es fácil, ni siquiera en su versión figurativa. ¿Qué trata de transmitirnos Eduardo Úrculo, cuando nos apostamos delante de su impresionante cuadro “El árbol residente en la mente humana”, colgado de una de las paredes del Museo de Vilafamés? ¿Somos capaces de penetrar en ese sueño evanescente de una noche de verano, que Úrculo pinta? Intentarlo es un esfuerzo vano, más vale dejarnos llevar por los sentidos, vivir la experiencia de sentirse atrapados entre los vahos nocturnos que surgen de la pintura. Cuando el visitante veraniego se sitúa ante el monumental cuadro de Traver Calzada “Las Meninas”, creerá que está ante una obra reconocible por su ojo, pero las dudas enseguida le asaltarán, por la originalidad y la actitud transgresora de la pintura.
                Si el calor del estío nos abre los poros a experiencias sensoriales, no intentemos apresar con la razón lo que está lejos de nuestro entendimiento, porque, entonces, nos convertiremos en diletantes que suben y bajan por las escaleras del museo, sin haber tenido ni una sola sensación placentera. Sobre todo cuando nuestro ojo quiere ser el comandante de lo que ve, para analizarlo y comprenderlo, sin dejar que otros sentidos, ese cerebro emocional que llevamos todos en el intestino, de rienda suelta a sus impresiones. Jacobo López, personaje de la novela “Larga tormenta de otoño” descubre el arte abstracto delante de “El Grito” de Antonio Saura, cuando se quita el velo de la razón y puede ver más allá que un lienzo emborronado de grises y negros: “Solo entonces comprendió que la pintura abstracta nos mostraba el alma de la cosas, y que necesitaba una mirada desprendida de la realidad que nos rodea para llegar al fondo de lo que es.”
                Porque si el arte figurativo que cuelga en el Museo nos resulta difícil de entender, el abstracto nos enfrenta a nuestra propia capacidad de tolerancia, esa que hacemos más elástica en verano, por lo que pasear y detenerse en estos días de canícula por las salas de uno de los mejores museos de arte contemporáneo de España, puede resolvernos muchas intransigencias. Si en su viaje veraniego por el museo se detiene ante la poesía de la obra escultórica de Marcelo Díaz, la fuerza de la abstracción expresionista de Manolo Rivera, o las cerámicas sobre tabla de Manuel Safont, entre otras muchas, mire más allá de lo que ve, atraviese el espacio que le separa de la obra y déjese llevar; no trate de comprender, simplemente sienta y recuerde que no tiene porqué gustarle, pero si le atrapa piense que es posible que en otoño ya no le trasmita las mismas sensaciones. Por eso, si paseando por el Museo cualquier tarde de este verano se encuentra atrapado en alguna obra, no tenga prisa en abandonarla, responda a su llamada y disfrute del placer de tenerla ahí, frente a usted, durante unos minutos, porque esa sensación no volverá a repetirse, pero cuando esté tumbado en la playa bajo la luz del Sol y la brisa del mar, sabrá que este verano será inolvidable porque un día se le ocurrió experimentar la sensación de dejarse envolver por un museo pleno de maravillosas obras de arte contemporáneo, y que hubo una que recordará como una acontecimiento sensorial que siempre llevará consigo.

                El Museo de Arte Contemporáneo de Vilafamés es una invitación para vivir una experiencia distinta en cualquier estación del año. Pero en verano, pasear por sus salas con ese maravilloso contraste que se palpa entre la contemporaneidad del arte que habita en ellas, en un espacio centenario de gruesos muros que ya ha trascendido al tiempo, como esos vinos que adquieren un bouquet con el paso de los años, que los diferencia del resto, y en un paisaje que se cuela por los ventanales de singular belleza urbana y rural, es un placer sobrevenido que nadie debería perderse. Volviendo a Tàpies, dijo en una ocasión: Pienso que una obra de arte debería dejar perplejo al espectador, hacerle meditar sobre el sentido de la vida.” Y en un museo como el de Vilafamés, les aseguro que si son receptivos a la perplejidad que produce el arte, sus vidas recordarán siempre ese momento de goce que produce la contemplación una obra de arte.

sábado, 2 de agosto de 2014

EL RUMOR DEL VERANO. Sensaciones luminosas

                                                                                                   Imagen: José de Togores
Publicado en Levante de Castellón el 1 de Agosto de 2014
Escrito por González de la Cuesta
Al igual que los dinosaurios dejaron impresas sus huellas en el barro hace millones de años, y nos han llegado hoy a nosotros como rastros pétreos que nos recuerdan que hubo otro tiempo, otros veranos bajo la luz del Sol, en los amplios bosques mediterráneos que tapizaban la Península Ibérica, o en las montañas recónditas que al norte del Maestrat circundan Morella, en donde la tierra nos va devolviendo el rastro de aquellos enormes reptiles que fueron los habitantes del planeta durante un tiempo tan grande que se escapa a nuestro conocimiento, el verano sigue marcando con huellas imborrables nuestro corazón de sensaciones difíciles de olvidar, que permanecen con nosotros el tiempo que nos dura la vida. Como la emoción que tuvo aquel chaval de 10 años cuando vio por primera vez el mar en el puerto de Valencia una luminosa tarde de Julio, cierto que era un mar domesticado por el hombre, encerrado entre los espigones que aplacaban la dársena de la bravura del mar abierto, ese que rozamos en la vuelta que dimos en la golondrina que nos llevó hasta la misma linde donde las aguas tranquilas del puerto se agitan por la llamada del oleaje de las aguas en libertad del mar abierto. Es un recuerdo imborrable perfumado por ese olor penetrante mezcla de sal y pescado, de vida oceánica en definitiva, que llegó un verano como una revelación de un mundo desconocido, para quedarse.
                Siempre me he preguntado qué pensarían los tripulantes de las naves fenicias, cargadas de sal, esparto, curtidos y minerales, cuando divisaban las Agujas de Santa Águeda, retando al sol del verano costero, que como torres vigías indicaban la presencia de las grandes playas de arena fina que se extienden entre Benicasim y Castellón, donde vararían su redondos barcos para hacer los intercambios de un comercio menor con las poblaciones indígenas de íberos del interior. Playas que tendrían la misma luminosidad estival que actualmente, y que los niños, impactados por la inmensidad del mar, aprovecharían para zambullirse en sus aguas tranquilas, con la misma algarabía que miles de años después lo hacen los niños de hoy. Una emoción indescriptible sentirían al ver ese infinito de agua bañado por el sol canicular, como tuvo Manuel, el joven protagonista de la novela de Manuel Vicent,“El león de ojos verdes”, cuando teniendo cinco años su tío le llevó, por vez primera, en un carromato, a la playa de Moncofa, y quedó impactado, de por vida, por el azul de ese mar milenario, que en verano mostraba sus mejores galas.
                El Papa Luna está sentado en la terraza almenada del Castillo de Peñíscola. Medita sobre las luchas geopolíticas que le han llevado a convertirse en un Papa cismático y refugiado en la bella localidad costera del Reino de Valencia. Frente a él, un amanecer espléndido, de finales de Julio, se yergue bajo la batuta de una esfera solar que tiñe de tonos anaranjados y azules turquesa el cielo, dando luminosidad a la infinitud de un mar sosegado, que se despereza con el fresco de esos primeros compases del día; un mar que hará, cuando el Sol estrelle sus rayos plateados sobre las tonalidades verdes surgidas de las profundidades de Mediterráneo, curvarse la línea del horizonte, recordarle que antes de Papa fue Pedro de Luna, hijo de Juan y María, nacido en Illueca, muy lejos del mar que ahora le reduce a la insignificancia del hombre frente a la inmensidad de la naturaleza, haciendo tambalearse en su terquedad por sobrevivir en el trono papal que él cree le pertenece. Pero ya no hay vuelta atrás. Son demasiado los intereses que se han creado en torno a su figura y su cetro. Tantos que ya sólo le queda permanecer amarrado a esos muros del Castillo de Peñíscola, que no son otra cosa que una ilusión del poder que tuvo, frente al mar que le alimenta con la sal de la vida, y le ofrecerá, durante muchos veranos, la paz espiritual que otros le arrebataron.
                Siempre el verano en el centro de nuestros grandes sentimientos. Como los que debieron tener los monjes carmelitas que buscaban en los tórridos días de un verano del último cuarto del siglo XVII, cuando llegaron al paraje montañoso que se erguía encima de la localidad de Benicasim, y quedaron mudos contemplando la belleza serena de sus bosques, en un paisaje que se abría hacía el fondo del llano con el mar de fondo, cambiante según las horas del día. Fue ese momento del primer encuentro, cuando el Sol declinaba tras las montañas entre irisaciones doradas y violetas, y el aire se hacía más espeso y solemne; en esa hora mágica en la que el silencio invade la montaña con una reverencia sagrada, casi mágica, cuando los monjes supieron que aquel era el lugar que buscaban, el Desierto anhelado para sus oraciones y su vida retirada y contemplativa. Y allí, en ese paraje, que en verano destila fragancias espirituales y un frescor en la tarde que sale de las profundidades de la montaña, instalaron su Convento, en un monte que la sabiduría popular bautizó con el nombre de Bartolo, en honor a una de los primeros monjes que ocuparon el cenobio carmelita.
                 Veranos que nos han dejado la huella imborrable del primer amor ¿Por qué siempre ese primer amor de pasiones desbocadas y llantos incontrolables cuando se termina, nos ha llegado en verano? Entre las pesadumbres de la adolescencia, el verano venía de la mano de una chica celestial, de un chico que llenaba cada segundo de nuestros pensamientos, sofocados por el calor de la canícula y el arrobo encendido de la pasión. Amores veraniegos que se han ido repitiendo en el tiempo, como si estuviéramos encerrados en una rueda órfica de la que no pudiéramos salir, hasta que la vida nos lanza a otro camino menos lúdico y menos mágico.

                Tiene el verano un sabor especial, un hechizo para el deleite, el placer y la percepción sensorial, quizá porque el Sol nos mira a la cara ofreciéndose como una fuente inagotable de luz y de vida, que nos hace sentir con una fuerza más intensa todo lo que nos rodea. Por eso soñamos más en verano, amamos pasionalmente en verano, y nos abandonamos al hedonismo epicúreo de disfrutar la vida y encontrarnos a nosotros mismos en la abulia de sus calorosas tardes, o de hallar nuestro Shangri-la particular en la contemplación de sus noches pinceladas de estrellas. Todo esto cabe, porque el verano, en definitiva, es sentimiento a flor de piel, que deja huella en nuestro corazón. 

La peligrosa huída hacia adelante de Israel y EEUU

  Netanyahu, EEUU y algún que otro país occidental demasiado implicado en su apoyo a Israel, haga lo que haga, sólo tienen una salida al con...