jueves, 17 de enero de 2013

Hojas de otoño


De José Manuel González de la Cuesta

       Hace algunos años pasé unas vacaciones en la localidad navarra de Beintza-Labaien, lo que me dio la oportunidad de recorrer los Valles Tranquilos, una maravillosa comarca al norte de Navarra, que ahora he tenido la suerte de poder rememorarlos gracias a la novela “Hojas de otoño” del escritor Julio César Cano, que tiene, entre sus virtudes, trasladarnos a aquella geografía de cultura euskaldun, sumergiendo al lector en un ambiente de mística belleza natural, a la vez que lo empapa de la idiosincrasia de sus gentes, en un mundo de relaciones reconocibles hasta la intimidad de sus habitantes. Aquí es donde reside la magia de esta novela, que empieza con la llegada de una joven pareja con niña a la localidad de Zubieta en busca de una oportunidad laboral, que encontrará su destino en la cercana localidad de Donamaría, al cruzarse en su camino un viejo caserón que perteneció a un indiano llamado Miguel Mitxea. A partir de aquí su vida entrará en un torrente de sentimientos, de encuentros y desencuentros, que van a marcar su futuro, sobre todo cuando la historia de Miguel Mitxea les envuelva en un remolino mágico, de misterio y pasiones desenfrenadas, que transcurre paralela a las tortuosas relaciones que establecen con algunos vecinos, igual que ellos foráneos, de la zona. 
         Durante buena parte de la novela la joven pareja vive en dos mundos, uno real, marcado por unas relaciones de amistad difíciles y envueltas envidias y odios inútiles, que nos señala hasta dónde puede llegar la estupidez humana, y otro mágico en la medida que van conociendo la historia truculenta del dueño del caserón, un hombre de la comarca que emigró a Chile huyendo de su destino, y que tras años de éxito económico y amoroso, volvió a los Valles Tranquilos, para reencontrarse con el fantasma de la locura, que creía haber exorcizado al otro lado del océano Atlántico. 
         Hay en estas dos historias convergentes, que son como balizas que señalan el camino de la pareja protagonista hasta encontrarse ellos también con su propio destino, una lección de sobre el lado oscuro de las personas y de cómo las pasiones sin control y los sentimientos desmedidos pueden marcar la vida de cada uno. Pero también de superación ante la mordedura de la iniquidad, aferrándose a las cosas cotidianas, al amor como madero de salvación en el naufragio, y sobre todo nos enseña cómo la vida de otras personas, incluso ya desaparecidas, es capaz de influir en la nuestra.
        “Hojas de otoño”, tiene una forma de narrar distinta para cada historia: la cotidiana y actual de la pareja, que es lineal y bien escrita, y la de Miguel Mitxea y todo lo que tiene que ver con el caserón en el que acaban viviendo nuestros personajes principales, que es de una factura literaria magistral en todos sus aspectos. Julio César Cano ha escrito una hermosa novela sabiendo integrar dos mundos de forma lúcida a través de un personaje misterioso, no humano, en un territorio donde la brujería ha marcado su historia, para lo bueno y para lo malo, haciendo que la novela también respire un cierto halo mistérico. Una lectura que no les va a defraudar.

miércoles, 9 de enero de 2013

La noche de los tiempos



De José Manuel González de la Cuesta

 A parte de los estudios históricos, el pasado de un país también se puede conocer a través de las novelas que hablan de él, porque éstas aportan una mirada de los acontecimientos más introspectiva y subjetiva, lejos del análisis frío de los datos históricos. Y la subjetividad es el retrato de la manera en que los personajes de una novela viven la historia que se está gestando a su alrededor. A nadie se le escapa que novelas como “Tiempo de Silencio” de Luis Martín Santos o “La colmena” de Camilo José Cela, han sido fundamentales para conocer la miseria que se vivía en la España de los años 40, o que “Soldados de Salamina” de Javier Cercas nos muestran una realidad diferente de cómo se vivía la Guerra Civil, más allá de los grandes acontecimientos políticos o bélicos. Las novelas son unas excelentes aliadas de la intrahistoria, esa que se escribe con minúscula, pero que es grande por ser capaz de darnos a conocer la vida en un patio de vecinos o en un palacio de la alta burguesía.
Es esencial, por ello, que la historia esté novelada, y personalmente pienso que el siglo XX español lo está poco, a pesar de tener algunas obras excelentes. Esta insuficiente ficción escrita de lo que ha sucedido en los últimos cien años, nos puede estar dando un visión sesgada o manipulada de los acontecimientos y, sobre todo, de la manera de vivirlos por parte de la sociedad. Por eso la novela de Antonio Muñoz Molina: “La noche de los tiempos” es una obra necesaria en el camino del conocimiento de nuestro pasado. Se trata de una novela valiente al trascender a las banderías que inundaron las calles de Madrid de odios y venganzas, en los meses previos al golpe de estado de Julio del 1936, y el terror instalado en sus calles por las diferentes milicias, sin control, que tomaron la ciudad aplicando la justicia que se ajustaba a su credo político.
Antonio Muñoz Molina, de virtudes literarias sobradamente conocidas por todos, aporta luz a ese periodo de la historia de España, a mi juicio, poco conocido y muy vilipendiado, mediante la construcción de un personaje perteneciente a la alta burguesía republicana, en torno al cual pivota toda la narración. Una aventura arriesgada que solamente consigue a medias, no porque esté mal trazado el personaje y sus vínculos narrativos, sino porque escribe una obra descomunal, de casi mil páginas, que se hace, en algunos momentos, pesada en su lectura, además de la utilización desmedida de párrafos interminables que no dan respiro al lector. No obstante su lectura es gratificante y recomendable,  si nos armamos de paciencia, ya que arroja una luz muy interesante sobre acontecimientos de nuestra historia poco contados, contribuyendo a la narración literaria de nuestro pasado, salvo en lo referente a la relación amorosa del personaje con una joven norteamericana, que si bien es un argumento esencial que sostiene toda la estructura de la novela, resulta tediosa en algunos momentos, por reiterativa y excesiva. Las grandes novelas no tienen porqué acumular páginas si no se puede mantener el interés del lector. Y a esta novela le sobran algunos cientos.



lunes, 7 de enero de 2013

Sueño de una noche de invierno


                                                         Foto: Carlos Ramírez de Arellano

Relato de José Manuel González de la Cuesta publicado en el libro "Cosecha de Invierno", editado por Urania Ediciones en Noviembre 2012.

Jonás estaba sentado frente al ventanal por el que entraba la luz grisácea de una fría mañana invernal, que estrellaba contra el cristal las gotas de una fina lluvia que le provocaba una sensación de desapacible tristeza. Miraba a lo lejos las luces fragmentadas por  miles de gotitas que en ese momento caían sobre la Gran Vía, como si la ventana fuera un gran caleidoscopio que distorsionara la realidad de la calle que, a esas horas de domingo, empezaba a desperezarse con un ligero tránsito de vehículos que circulaban suspendidos sobre el reflejo del rojo y blanco de sus faros sobre el asfalto. Algún transeúnte subía deprisa y encorvado, para refugiarse en sí mismo del frío y el agua, desde la calle Alcalá, perdiéndose en la neblina de la lluvia en dirección a Callao. Solo el edificio de la Telefónica, ese imponente rascacielos que se construyó a finales de los años 20, dándole a la Gran Vía un certificado de modernidad neoyorkina, se mantenía firme ante la crudeza de ese domingo de invierno que azotaba la calle y la ciudad. Todo lo demás que veía le transmitía una sensación de irrealidad fantasmal, de desolación que trepaba por la fachada del edificio, en el que se encontraba, hasta el último piso que ocupaba resguardado tras el ventanal de la habitación, en la que dormía Lola con un sueño tal apacible que le provocaba envidia.

Se sentía solo en el silencio de muebles art decó que decoraban el apartamento que había alquilado meses atrás, cuando llegó a Madrid para impartir un máster sobre arquitectura, impresionado porque todavía existieran edificios que conservaran ese aire señorial de las decoraciones interiores de la arquitectura modernista de los años veinte.

Veía el vestido de Lola por el suelo, la ropa interior tirada por sillas y cómoda, su camisa colgada al albedrío de cómo cayó sobre el sillón, los abrigos y pantalones delatores de la urgencia vivida por el deseo de explorar el cuerpo del otro, de poseerlo como un conquista efímera, pero plena de poder en esos instantes de abrazos convulsivos y besos atropellados, que habían vivido tan solo unas horas antes en el calor de la habitación, por el apremio que marcaba el sexo inesperado, que como un trofeo habían encontrado aquella noche, cuando Lola se acercó a él en un bar con los ojos pícaros de quien se atreve a romper el hielo de un encuentro furtivo, que si sale bien acabará ahogado en alcohol y enrollado entre las texturas suaves de unas sábanas que esconderán el deseo de dos cuerpos entregados y compartidos.

Jonás miraba a Lola como quien se asoma a un misterio por descubrir. ¿Quién era esa mujer que se encontraba plácidamente durmiendo en su cama, bañada por los tonos grises del invierno que se colaban por el ventanal y marcaban las facciones de su rostro con una belleza serenísima? Nada sabía de ella, salvo que aquel cuerpo y aquellos ojos que le habían rescatado de la indiferencia de los bares de copas, le encandilaron nada más verlos. Sobre todo, qué tontería, cuando salieron a la calle y el cuerpo frágil de Lola se acurrucó contra el suyo buscando el abrazo protector del frío y la lluvia, que en ese momento hacían de Madrid una ciudad inclemente, como quien se refugia de los malos espíritus de tantas noches a la intemperie del calor de otro cuerpo, tratando de resguardar el sortilegio mágico del encuentro que, por fin, se ha producido entre el humo y la música de un bar reconocido hasta la saturación.

Bajaron por la calle Fuencarral abrazados, con los cuerpos empapados, que en ese momento eran uno sólo, ajenos al frío y a la gente que huía, quién sabe si de sí mismo o de la soledad del invierno, hasta llegar a la Gran Vía, majestuosa hendidura urbana, que hizo de Madrid una ciudad cosmopolita y abierta al mundo. Entraron en Chicote y el mes de enero se estrelló, nocturno, contra la puerta giratoria, mientras ellos se susurraban palabras de deseo disimuladas en la auscultación de sus vidas entre la suavidad de un  Gin Fizz Ramos, como toque exótico de la noche.

Viéndola dormida entre las sábanas de raso sintió un escalofrío que le subió por la columna vertebral, como si todo el frío de la noche exorcizado por la presencia de Lola, se estuviera cobrando venganza por haberle ninguneado. Un pensamiento helado, que le hizo volverse como si buscara en el ambiente húmedo y frío que se agolpaba tras la ventana la causa de esa corriente que se detenía en el centro de su cerebro, se fue convirtiendo en pánico, un pánico atroz a que Lola se despertase y todo hubiera sido un sueño: El sueño de una noche de invierno. Que se levantara tratando de reconocer las paredes extrañas, los muebles ajenos, al hombre que la miraba fijamente sentado delante de ella, como una aparición surgida del invierno exterior, y una vez resituada en el lugar, recogiera sus cosas con cualquier excusa, y tras darle un beso ausente de calor, siberiano y distante, se marchara de su vida para siempre, dejándole allí, en la soledad de su apartamento art decó, como un ser perdido en su propia abulia de tardes aburridas de invierno, solitario en una ciudad que no sentía como suya, a pesar de ofrecérsele como una meretriz deseosa de engullir entre sus piernas a los recién llegados.

El frío es inhóspito, sobre todo cuando uno vive instalado en la soledad no deseada, y Jonás después de haber bebido tragos de soledad y hielo, sentía que la primavera podía haber llegado a su vida esa noche de pasiones encontradas. Tenía miedo a que todo fuera un espejismo, por eso miraba a Lola deseando que el tiempo se detuviera, que una burbuja les protegiera del invierno que se ensañaba en la calle.

Lola se movió y Jonás contuvo la respiración. Abrió los ojos recorriendo con la mirada la habitación desordenada por el ímpetu sexual de esa noche, hasta que se cruzaron con los de él y sus labios dibujaron una sonrisa de ternura y satisfacción, inundado de calor el corazón de Jonás, a pesar de que en la Gran Vía seguía lloviendo y el frío atenazaba a los viandantes.


La peligrosa huída hacia adelante de Israel y EEUU

  Netanyahu, EEUU y algún que otro país occidental demasiado implicado en su apoyo a Israel, haga lo que haga, sólo tienen una salida al con...